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Estamos en pleno siglo XXI y aún las mujeres somos castigadas por hablar. No importa qué digamos, cómo lo digamos ni dónde lo digamos, expresarnos es casi un acto de resistencia en sociedades patriarcales. Y las tecnologías, que no son ni creadoras de la violencia contra las mujeres ni tampoco serán su solución mágica, han permitido darle fuerza a los discursos y acciones machistas, sexistas y misóginas (por no entran en el tema de la homofobia, del racismos u otros).

La académica británica especialista en el mundo clásico, Mary Beard, en su discurso Oh Do Shut Up Dear!, ya hacía una interesantísima exploración de las muchas maneras en la que los hombres han silenciado a las mujeres desde la antigüedad. En su recorrido histórico, que nos lleva por la literatura clásica de Homero hasta el mundo contemporánea de los trolls y comentaristas digitales en redes sociales, Beard manifiesta que el discurso público es la expresión reputada de la masculinidad, mientras la voz femenina ha sido considerada como “estridente”, un mero “chillido” o un “lloriqueo”. Y aunque esto parezca una exageración, las miles de historias que escuchamos, conocemos e incluso sufrimos cuando nos expresamos en el espacio público parecen darle la razón.

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