Este artículo fue publicado originalmente en la revista de Fundación Abogacía Española.
Cuando en 2011 estallaron las protestas populares en Oriente Próximo y el norte de África, era difícil imaginar el devenir de esos movimientos que surgieron de modo espontáneo y se extendieron desde el sur del Mediterráneo hacia el norte y, con ecos de distinta magnitud, al resto del mundo. Unos movimientos populares y pacíficos en sus inicios, con la violencia monopolizada por los estados autoritarios de la región, que tras la represión brutal y las injerencias de las potencias geoestratégicas, nos sitúan hoy en una región devastada. Guerras abiertas en unos casos – Yemen o Siria – el regreso o el refuerzo del statu quo en otros – Egipto o Bahréin – y transiciones o procesos democráticos difíciles e inestables como el tunecino en el mejor de los casos. Para quienes seguimos estos procesos desde sus inicios, tratando de ampliar las voces de sus protagonistas y transmitir al resto del mundo su importancia, era igualmente difícil prever la campaña de odio y violencia a la que nos enfrentaríamos y que tendría un amplio eco en plataformas y canales de internet.
Canales como Twitter o Facebook supusieron, en el contexto de sociedades dominadas por autoritarismos y con un fuerte control de las comunicaciones, una ventana al mundo para activistas y defensores de derechos humanos del sur del Mediterráneo. En contextos extremadamente represivos como el sirio o el bahreiní, internet y concretamente medios sociales como Facebook, Twitter o Youtube proporcionaron espacios que permitían ciertos márgenes, donde la censura no era todavía tan sistemática y sofisticada como la que existía en los espacios físicos o en la prensa impresa. Pero estos canales enseguida demostraron ser un arma de doble filo, que del mismo modo que permitía encuentros y difusiones, colocaba a quienes los lideraban en el punto de mira de los gobiernos, y de otros agentes dedicados a desacreditarlos.
Los gobiernos de la región tardaron poco en ser conscientes del potencial para la libertad de expresión y la organización que trasciende fronteras geográficas que suponía internet e invirtieron en herramientas de control y espionaje de la ciudadanía en estos espacios. Al mismo tiempo, surgieron campañas de desinformación e incitación al odio contra estos activistas por los derechos humanos, buscando desacreditarlos. A medida que los procesos revolucionarios iniciados en 2011 se volvían más complejos y violentos, aumentaban los relatos simplistas y reduccionistas de estos contextos, la polarización (geo)política, las visiones del mundo en dos ejes.
En este contexto de represión, censura y polarización (el mundo como un partido de fútbol, con los líderes geopolíticos como capitanes a quienes jalear), no ha dejado de aumentar el acoso a quienes desde dentro y fuera de estos países tratan de aportar testimonios diversos, incorporando voces de la sociedad civil, de los hombres y las mujeres que los protagonizan, con un enfoque de derechos humanos. Es persistente el intento de desacreditar a quienes proponen y aportan matices a la narración de los conflictos en la región, y en concreto a quienes lo hacen utilizando los canales de internet.
Siria, un caso extremo de polarización e incitación al odio
Encontramos casos extremos de estas campañas de acoso, plagadas de incitación al odio de activistas de la sociedad civil, en el contexto sirio, especialmente confuso y difícil de comprender para quien no cuenta con las claves históricas, sociopolíticas y económicas del país, y por ello proclive a la polarización. Un ejemplo flagrante de víctima de una campaña de odio es el joven Muhammad Najem, natural de Alepo (Siria). Desplazado internamente en varias ocasiones, tras sufrir bombardeos en distintas ocasiones y perder a varios miembros de su familia, Muhammad Najem no ha dejado de contar, móvil en mano, el día a día del asedio, la guerra y la resistencia cotidiana de una población hostigada desde hace casi ocho años. Su trabajo de testimonio y difusión es especialmente relevante en un contexto al que apenas acceden periodistas u observadores internacionales. Najem, de 16 años, es objeto desde hace varios años de una campaña de desprestigio en medios sociales (principalmente Youtube y Twitter) que incluye difamaciones y calumnias (se lo acusa constantemente de terrorista del ISIS y de colaboracionista de la CIA), y también de amenazas a su vida e integridad.
No sólo quienes desde el interior tratan de aportar matices a la narración de los conflictos sufren estas campañas de incitación al odio. También somos víctimas de estas campañas quienes desde otros países tratamos de ampliar sus voces y hacernos eco del sufrimiento de la población. Si al trabajo de comunicación de un contexto complejo que se aborda desde la polarización se añade el componente de género, el resultado es una violencia verbal extrema y sostenida en el tiempo, con picos muy fuertes en los momentos álgidos del proceso revolucionario y el avance de la guerra sobre el terreno.
Elijo no detallarlos aquí, pero basta echar un vistazo al perfil de cualquier defensor/a de derechos humanos o comunicador/a sirio/a en Twitter o en cualquier otro medio social. Comentarios machistas, fascistas, racistas, misóginos, conspiranoicos, de burla a las víctimas y aplauso a responsables de crímenes contra la humanidad que quienes trabajamos en este contexto hemos normalizado, pero que dejan secuelas. Estos ataques, sumados al abandono que sufren las poblaciones locales de estos países, atrapadas entre autoritarismos domésticos e injerencias de potencias geoestratégicas, contribuyen al escenario de violencia e impunidad que sufren activistas y defensores de derechos humanos.
A medida que arrecia la violencia online, corren un riesgo cada vez mayor quienes se exponen en estos canales, un riesgo físico evidente para quienes viven en un contexto tan represivo como el sirio, además de psicológico, para quienes se enfrentan desde cualquier lugar a campañas de odio y difamación continuadas. Del mismo modo que es evidente el efecto inhibidor o chilling effect al que se refiere la jurisprudencia internacional de determinadas sanciones en la libertad de expresión, es también evidente el efecto desaliento de las campañas de odio en internet y la autocensura a la que empuja a muchas personas el observar la violencia ejercida contra otras.
Habrá muchos testimonios que no escucharemos, muchos relatos y testimonios que no se contarán porque la polarización y el discurso sin matices se imponen mediante la violencia. Quienes conocen y sufren los conflictos y tienen algo que aportar, deciden a menudo guardar silencio y aplicarse una autocensura que sacrifica sus necesidades de expresión a cambio de evitar estar, una vez más, en el centro de la diana del odio.
Imagen: Fundación Abogacía Española