Si bien la existencia formal de leyes y políticas públicas diseñadas para atender las necesidades específicas de grupos sociales históricamente desatendidos no es necesariamente un indicador de progreso social (en tanto existen dinámicas que facilitan su incumplimiento en función de las prioridades de sujetos biopolíticos privilegiados: intereses partidarios de sectores hegemónicos que lideran la producción de capital económico) se podría argumentar que la inexistencia de las mismas sí es, sin embargo, un reflejo directo de la ausencia estatal en proveer una respuesta concreta de atención en base al reconocimiento de los sujetos políticos.
Esta ausencia amplifica la brecha que restringe el acceso a los derechos económicos y sociales. Y esto enmarcado en un vertiginoso sistema neoliberal de producción, se traduce en el deterioro de la calidad de vida, en su precarización.
Citando a Alejandra Grange, activista transfeminista de Transitar Paraguay, “puede que no te maten de un balazo, pero sí quitando accesos sistemáticamente”. Esa sistematicidad abrasiva, se manifiesta de forma distinta para cada persona trans en base a las intersecciones que habita, y en mayores índices de desprotección estatal para aquellos cuerpos que han sido racializados. Como ha sido evidenciado por autores afro de múltiples marcos geopolíticos como Angela Davis, a consecuencia de los procesos coloniales de organización social, por el racismo sistémico estos cuerpos han quedado supeditades a los márgenes más hostiles, como el encarcelamiento.
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